Una de las paradojas mayores de la cultura contemporánea es el abandono de la historia cuando se había comprendido su radical importancia para la vida humana y, al mismo tiempo, se habían dado pasos decisivos para su constitución como disciplina rigurosa. Cuando me asomé a la vida intelectual, hace cosa de sesenta años, se vivía con particular intensidad el atractivo de la historia; se veía hasta qué punto es la condición misma de lo humano; se había incorporado a la visión de la realidad la perspectiva histórica.

Se estaba salvando un escollo o tentación que había sido una amenaza reciente: el historicismo. En su lugar, y de modo más inteligente, había alcanzado su madurez la “conciencia histórica”, y muy diversos saberes se estaban enriqueciendo con su “historización” metódica, que es otra cosa.

El positivismo que había dominado hasta poco antes iba descubriendo sus limitaciones. Era menester, ciertamente, el conocimiento escrupuloso de los hechos y los datos, pero se veía que ellos por sí solos no eran todavía historia, sino materiales para hacerla. Se iba imponiendo la convicción de que tiene que ser “tectónica”, el descubrimiento de una estructura, y empezaba a resultar claro que esa estructura había de ser también histórica, y no algo ajeno, artificialmente superpuesto.

No se había perdido la noción de que la historia ha de ser narración, y por eso inteligible, y se empezaban a escribir admirables libros históricos, por ejemplo los de Huizinga y Paul Hazard, que habían de servir de modelo y estímulo a tantos otros, y no solo de historia en sentido estricto, sino de la que se refiere a disciplinas particulares, como la literatura o el arte.

Menéndez Pidal había dado pasos decisivos. Su concepto metódico del “estado latente” había permitido descubrimientos decisivos, que continuaron en decenios posteriores. Negaba el valor de lo que se llamaba “el silencio de los siglos”, creía que una obra maestra no puede empezar después de cero, que antes tenía que haber otras cosas, intentos, tanteos que la hicieron posible, y que ese silencio era falta de atención o de agudeza de oído. El descubrimiento de las “jarchas”, la riqueza del romancero, no solo en España, sino en todos los lugares en que se habla español, habían de comprobar el acierto y la fecundidad de su método, mostrar lo injustificado de preferir la “infraestructura” primitiva, casi desconocida y más bien imaginada, a la “superestructura” sobrevenida y si se quiere artificial, pero que los siglos convierten en lo más sustancial y propio. Pensaba en la romanización, y análogamente en la hispanización de la Améri-ca anterior al descubrimiento.

No era esto lo único que había contribuido al perfeccionamiento de la historia. Conceptos como los de ideas y creencias, con su función tan diversa, el desarrollo riguroso del método de las generaciones, lejos de las vaguedades al uso, habían dado instrumentos de singular precisión para manejar los materiales que se iban acumulando. Y, sobre todo, el decisivo concepto de “razón histórica” significaba la gran innovación. No la razón aplicada a la historia, sino la razón que es la historia misma, la historia que “da razón” de lo humano, y que es por tanto “razón narrativa”.

Estas ideas orteguianas, descubiertas y formuladas en fechas bien tempranas, permiten ver la historia de manera antes no sospechada; hacían inteligible la condición de la vida humana, individual y colectiva; permitían comprender lo que es sociedad y cuál es su estructura propia; hacían posible entender la literatura, la pintura, la arquitectura, la lingüística, las formas de la vida, con una profundidad y un rigor que resultaban deslumbradores. Habría que hacer un catálogo razonado de los resultados de esas innovaciones y paralelamente una melancólica historia de su desconocimiento y olvido.

Desde hace cosa de treinta años —me asombra el número e importancia de factores negativos aparecidos hacia 1960— se inició el abandono de la historia, desde luego en la enseñanza, y esto en casi todos los países. Había en el fondo de esa actitud una hostilidad —a última hora política— a la condición histórica del hombre, porque estaba en curso la empresa de su “despersonalización” de su “cosificación”, y solamente lo humano es histórico.

Si se cree que hay algo “definitivo”, o que el sentido y curso de la historia están ya determinados, no hay propiamente historia. Si se la admite a lo sumo como “evolución” o desarrollo, como despliegue de lo ya existente, no se la reconoce como innovación, alumbramiento de realidades nuevas, relativa creación; en suma, libertad.

Empezaron los congresos de historiadores “revisionistas”, que pretendían invertir las evidencias conseguidas y sustituirlas por fórmulas previas convenientes a una interpretación tendenciosa: en vez de ver y oír lo que la realidad muestra, obligarla a decir lo que al historiador le conviene. El paso siguiente fue relegar la enseñanza de la historia a las zonas marginales, en todos los grados y niveles. Se ha logrado que la ignorancia histórica, incluso entre los “cultos”, sin exceptuar los universitarios, sea incomparablemente mayor que en ninguna otra época próxima. Ya era deficiente la visión abarcadora del mundo —por lo menos del mundo occidental—: eran pocos los que podían tener una idea aceptable de lo que sucedía simultáneamente en varios países de Europa y América, cuáles eran las “correspondencias” en un mundo unitario en tantos aspectos.

Pero faltaba un refinamiento: la eliminación de la secuencia temporal. Mejor o peor, las personas con un mínimo de conocimiento habían vivido en una estructura definida por el “antes” y el “después”, y acaso sus distancias. Es decir, se veía el mundo como una ordenación temporal dentro de la cual se podían entender las cosas. En un número increíble de casos, esto ha desaparecido. Hay personas que conocen los nombres de Carlomagno y Napoleón, pero no saben cuál es anterior, y por supuesto ignoran los siglos que los separan. Tal vez han es-tudiado a Platón y a Berkeley, y por su aislamiento no entienden a ninguno de los dos. Se incluye en programas de Bachillerato a Marx, pero no a Hegel, o a Wittgenstein mientras se excluye a Dilthey, Bergson y Ortega.

Lo más grave no es lo que podemos llamar la “ciencia”. Lo que me parece inquietante es la repercusión de todo esto sobre la vida misma. La eliminación de la historia es devastadora para todas las disciplinas, automáticamente rebajadas, y sobre todo, en su nivel de inteligibilidad. Pero la consecuencia más grave es que produce un efecto de “desorientación” radical. La mayor parte de los hombres de nuestro tiempo literalmente no saben dónde están. Y con ello están dispuestos a creer que están donde les digan. La inevitable consecuencia es la inmensa capacidad de manipulación.

La última consecuencia es el primitivismo que acecha a un mundo lleno de noticias, conocimientos, imágenes, aparatos, ordenadores y otros recursos maravillosos. El hombre que maneja todo eso se encuentra desamparado; a última hora, solo, porque no lo acompaña el pasado de que es heredero y lo hace ser quien es.


Sobre el autor

Ensayista y filósofo nacido en Valladolid en 1914. Fue discípulo de Ortega y Gasset, con quien fundó el Instituto de Humanidades de Madrid en 1948. Cursó entre los años 1931 a 1936 Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid, y junto con Ortega y Gasset tuvo como profesores a Xavier Zubiri, José Gaos y Manuel García Morente. Participó en las filas republicanas durante la Guerra Civil Española en el servicio de traducción. Durante la guerra, colaboró en revistas como “Hora de España”. Tras el desastre del Ebro y la rápida ocupación de Cataluña, Marías apoyó la constitución del Consejo Nacional de Defensa en las páginas del “ABC" republicano, mediante editoriales que aparecieron sin firma. Acabada la guerra fue denunciado por uno de sus mejores amigos, Carlos Alonso del Real. Marías pasó unos meses en la cárcel. Una vez fuera no pudo obtener el doctorado hasta 1951, y no pudo acceder a la docencia universitaria. Cuando se le ofreció reintegrarse a la universidad, rechazó el ofrecimiento por negarse a jurar los Principios Fundamentales del Movimiento. No pudo publicar en prensa hasta entrados los años cincuenta. Dedicó esos años a la traducción. En 1953 publicó su primer libro: Historia de la filosofía. A este libro seguirán más de setenta. Católico practicante, participó como invitado en las sesiones del Concilio Vaticano II. En 1982 pasó a formar parte del Consejo Pontificio para la Cultura, creado por Juan Pablo II. Desde 1964 fue miembro de la Real Academia Española. En 1990 ingresó a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. En 1996 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Falleció en Madrid el 15 de diciembre de 2005. Fue miembro del Consejo de Consultores y Colaboradores de revista Humanitas desde su fundación.


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