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EL LEGADO DE JULIÁN MARÍAS

GONZALO CRUZ Julián Marías, en su despacho, rodeado de libros

PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO Rector de la Universidad Rey Juan Carlos

El pasado año se despedía con la triste noticia del fallecimiento de Julián Marías, junto con Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset -su reverenciado maestro y entrañable amigo-, Manuel García Morente y Javier Zubiri, el último de nuestros grandes filósofos. Una de las personalidades -ésta sí, frente a tanta mediocridad incomprensiblemente ensalzada- más relevantes de los últimos cincuenta años del pensamiento español, y me atrevería a reseñar que del europeo. Un listado de íntegros intelectuales al que se podría añadir, sin ánimo exhaustivo, los nombres de José Luis Aranguren, Pedro Laín Entralgo, Juan Rof Carballo o Julio Caro Baroja.

Julián Marías era, por encima de cualquier consideración, un hombre profundamente liberal. De él podrían predicarse, por tanto, las conocidas palabras de otro liberal, el doctor Gregorio Marañón: «El liberalismo es, pues, una conducta, y, por tanto, mucho más que una política. Y, como tal conducta no requiere de profesiones de fe, sino ejercerla de un modo natural, sin exhibirla, ni ostentarla. Se debe ser liberal sin darse cuenta, como se es limpio o, como, insisto, nos resistimos a mentir.» Una persona, de incontrovertible altura intelectual y probado valor moral, que hizo del trabajo concienzudo y cotidiano objeto prioritario de su existencia. De trato fácil y cordial, de encomiable mesura y prudencia, pero portador, simultáneamente, de una actitud valiente y comprometida con los firmes e irrenunciables valores en que creía. Lo más lejano, en consecuencia, al engolado pavoneo y fatuo envaramiento de los presuntuosos arbitristas hoy tan extendidos. Por esto, mientras leía estos días de asueto navideño las reflexiones de Luis García Montero a un cuadro del Museo Thyssen-Bornemisza, «Objetos para un rato de ocio», del norteamericano William M. Harnett, me parecieron aplicables a la sociedad española y a nuestro humanista sus siguientes reflexiones: «Quien borra las conciencias individuales destruye el diálogo público con la misma contundencia de quien borra los espacios en los que debería desarrollarse este diálogo. La soledad, la casa, la moral independiente de una conciencia individual son tan imprescindibles como el escenario que equilibra y modela el lugar de la representación.»

Marías disfrutaba del perfil del hombre sabio, de la generosidad del sujeto de contrastada amplitud y grandeza de miras; del que, en tanto que filósofo, se autodefine socráticamente como humilde buscador y amante de la sabiduría. Un intelectual, con letras mayúsculas -«ver las cosas, y decir lo que se ha visto, pase lo que pase»-, que sufrió la persecución de la dictadura franquista -«enémigo declarado del Régimen»-, ya que estuvo encarcelado cuatro meses, y hasta llegó a ser amenazado con su fusilamiento, mientras una vergonzosa censura perseguía su quehacer, y se dilataba arbitrariamente la autorización para la defensa de su tesis doctoral el año 1942, que no podría realizar hasta 1951. Si bien tuvo la fortaleza de ánimo para constituir, junto a Ortega, el Instituto de Humanidades en 1948, mientras era invitado, para oprobio nacional, en Universidades de prestigio como Harvard, Yale o Indiana. Y que sería más tarde, más injusticias del destino, ninguneado con la llegada de la democracia, por la mediocre cicatería de una falsa modernidad. Aquella que podríamos calificar nosotros, con palabras suyas, de «pensamiento débil» y de «monederos falsos».

Nos deja Julián Marías, en cualquier caso, una obra variada, pues de todo lo que sucedía a su alrededor -como antes su venerado Ortega- se ocupó en vida, queriendo hacer aquí concreta reseña de su pasión por el cine. Por más que destaque, con luz propia, su completísima y sistemática Historia de la Filosofía -con un prólogo de Zubiri, compañero y director de tesis-, aparecida en el año de 1941. Siendo también dignas de mención, entre sus más de setenta escritos, «Ortega: Circunstancia y Vocación», «España inteligible», «La educación sentimental», «Tratado de lo mejor». «La moral y las formas de vida», etc. Alguien, y no es secundario, con una presencia frecuente en los medios de comunicación. Traigamos a la memoria, por ejemplo, sus colaboraciones, sobre todo sus celebradas Terceras en ABC, y también en Blanco y Negro o «La Gaceta Ilustrada»; una trayectoria periodística iniciada, en colaboración con Julián Besteiro, en la «Hora de España durante la II República». Todas ellas presididas por un estilo conciso y claro que le llevarían por mérito propio -a pesar de la oposición del franquismo- a ser designado miembro de la Real Academia Española (1964), desde donde desarrollaría en su sillón S, y con su continua presencia en la Comisión de Humanidades, una sobresaliente labor.

Marías también desplegó, por último, un papel activo y comprometido a favor de la libertad en nuestro país. Primero, en los difíciles años de una asfixiante dictadura. Después, ya en plena transición política, haciendo posible su restablecimiento. No debemos echar así en el olvido su papel como senador real (1977-1979), a tenor de la entonces Ley para la Reforma Política de 1977. Aquella Ley puente que hizo factible, desde la oportuna reforma y no desde la desacertada ruptura, el desmantelamiento del régimen político anterior, al lado de otras personalidades como Camilo José Cela, Luis Sánchez Agesta, Joaquín Satrústegui o Carlos Ollero. Y, en estos tiempos presentes, esgrimiendo la íntegra realidad de España -no creyó nunca en la teoría de las dos Españas- y el marco constitucional frente a tanta burda y sectaria falsedad nacionalista.

Pues bien, desde su privilegiada atalaya, Julián Marías presentaría diversas enmiendas durante el proceso constituyente. En primer término, sobre nuestra forma de gobierno monárquica, que prefería a la expresión de forma de Estado, y que debería denominarse -a su entender- simultáneamente constitucional y parlamentaria. En segundo lugar, en defensa del derecho a la autonomía, pero mostrándose contrario a la expresión nacionalidad, postulando, en su lugar, la de regiones y países. Asimismo, sobre el reconocimiento específico, luego no era suficiente -pensaba- con la genérica tutela de la libertad de educación, del derecho a la creación y dirección de centros docentes. Y, finalmente, sobre las funciones del Jefe del Estado como símbolo de unidad y permanencia, que quería ver incardinadas expresamente en la mismísima noción de la Nación española, así como esgrimiendo la atribución al Rey de una competencia singular para dirigir mensajes a las Cortes Generales. Todas ellas, sin embargo, rechazadas postreramente por los Grupos Parlamentarios de Unión de Centro Democrático y Partido Socialista Obrero Español. Una contrariedad que le llevaría a expresar con claro descontento, que «la democracia consiste, naturalmente en que las mayorías triunfen. Lo que no es democrático es estar dispuesto a no dejarse convencer.»

Pero volviendo a Ortega y Gasset -«aquel sol luminoso y calido»-, de Marías no se puede decir, desde luego que no, lo que criticaba el fundador de la Revista de Occidente: «Algunas personas enfocan su vida de manera que viven con entremeses y guarniciones. El plato principal nunca lo conocen.» En su caso, claro que nuestro humanista conocía el plato principal de la vida, pues nos ayudó, y mucho además, a su comprensión. Por esto, y en contra de su parecer -«Los filósofos somos cuatro gatos sin ninguna importancia social»-, existen en la España actual, y en parte gracias a él, más de cuatro gatos que se ocupan y preocupan por la filosofía y piensan honesta y juiciosamente sobre la realidad no inventada de este país nuestro.

En fin, nos ha dejado un sabio que calificaba modestamente, como todos los auténticos y probados sabios, su hacer: «Mi obra no tiene más valor que su sinceridad y su coherencia, porque he escrito mucho, pero nunca nada que no pensara.» ¡Ojala todos pudiéramos decir algo semejante en el momento de nuestra despedida!

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