La España real: evocación de Julián Marías
CREO no exagerar más de la cuenta si digo que los españoles atesoramos una

CREO no exagerar más de la cuenta si digo que los españoles atesoramos una capacidad casi portentosa para ignorar o subestimar los méritos de nuestros pensadores. Para una amplia porción del público español intelectualmente formado, esa propensión al menosprecio de lo propio se agrava aún más cuando se trata de recordar a autores que jamás incurrieron en la extravagancia o el histrionismo o que nunca se reconocieron «de izquierdas». Hoy, cuando la política nacional se ve perturbada por tendencias regresivas que tratan de tensar la cuerda a medida que se avecina una nueva consulta electoral, sería muy recomendable evocar a uno de los primeros y más honestos testigos del proceso de construcción del régimen político que esos mismos agitadores quisieran demoler.
Tras su fallecimiento, en diciembre de 2005, Julián Marías, filósofo y fidelísimo discípulo de Ortega, ha caído rápidamente en el olvido a pesar de haber sido uno de los ensayistas españoles más prolíficos de la segunda mitad del siglo XX, elegante articulista y ejemplo de independencia y decencia intelectual a lo largo de toda su trayectoria vital. Católico fiel a la República y ayudante del dirigente socialista Julián Besteiro durante la guerra civil, encarcelado después por varios meses y excluido de la Universidad española por el régimen de Franco, Marías logró labrarse una fecunda carrera intelectual sin renunciar a vivir en la España gris de la dictadura y ejercer como defensor del nuevo orden político labrado a partir de 1975 a través de sus análisis políticos siempre diáfanos y su trabajo como senador por designación real. Por su posible servicio al buen juicio ciudadano que hoy exigen los acontecimientos, quisiera rescatar algunos de los análisis políticos que Marías elaboró siguiendo el hilo que atraviesa los tres primeros cuartos del siglo XX.
Entre 1976 y 1981 Marías publica una serie de libros titulada La España Real en los que desarrolla una lectura sintética y esclarecedora sobre las decisiones y acontecimientos que permitieron transformar España en lo que todavía es: una democracia liberal, único sistema político que puede corregirse a sí mismo, según definición del propio Marías, puesto que ofrece a sus ciudadanos la oportunidad de una vida política hecha desde la libertad. ¿Y cómo fue posible aquello?, se preguntaría después el filósofo. Pues fue posible porque una elite política, liderada por el Rey y Adolfo Suárez a la cabeza, en sinergia con el grueso de la sociedad española, supieron invertir algunas de las tendencias disgregadoras y arcaizantes que habían mantenido fracturado al país durante gran parte del siglo, como también explicaría Marías. Don Juan Carlos logró dar impulso a un difícil proceso tendente a aprovechar la legítima legalidad de la dictadura para engendrar un nuevo orden legítimo basado en la democracia. Además, el Rey tuvo la lucidez necesaria como para rodearse de otras personas decisivas, como Adolfo Suárez. Siguiendo con la propia interpretación desplegada en La España Real, los éxitos y fracasos del primer presidente de nuestra democracia (que, en buena medida, fueron también los de toda España) dieron fruto a través de un estilo personal de hacer política, hoy añorado, y casi desconocido en la España de aquella época. El estilo de Suárez estuvo caracterizado por cuatro rasgos esenciales: un profundo sentido de la responsabilidad y del bien común, una renuncia explícita a invocar como propio ninguno de los dos bandos enfrentados en la guerra civil, un denodado esfuerzo por alejarse de los esquemas derecha-izquierda (tan arcaicos, según diría Marías), y un discurso absolutamente ajeno a la grosería y al sectarismo. También de acuerdo con Marías, los principales logros de Suárez fueron posibles gracias a una política de conciliación nacional orientada hacia la construcción de consensos básicos, basada en las mismas concesiones que permitirían apuntalar el nuevo Estado y que dieron nacimiento a la Constitución aún vigente. Sin embargo, aquel magnífico talante conciliador no sólo entrañaría virtudes. Mientras Suárez llevaba a cabo su proyecto, o lo intentaba, Marías haría un par de advertencias sobre los riesgos inherentes a una política que tuviera como único método la concesión o el pacto y como objetivo esencial el consenso. La primera advertencia se convirtió en predicción contrastada cuando se dio aprobación definitiva al texto constitucional.
Las prisas por amarrar consensos derivó en la aceptación de varias fórmulas ambiguas que podrían acarrear futuros inconvenientes graves, como la sustitución del términos «regiones» por el de «nacionalidades», o el insuficiente reconocimiento otorgado al idioma castellano que, a juicio de Marías, debería haber quedado formalmente definido en la Constitución como lengua inequívocamente común a todos los españoles. Por otra parte, el discípulo de Ortega sería reiterativo durante el resto de su vida al recordar que el hábito conciliatorio que hizo posible la Transición, con ser irrenunciable, habría de alimentar a su vez no pocos errores políticos arraigados en un mismo denominador común: un ingenuo afán de los responsables estatales y los partidos con opción de gobierno por intentar contentar a los que nunca se contentarán con nada. Obviamente, se apuntaba aquí a los partidos nacionalistas y a otras patologías identitarias como la del terrorismo de ETA. Partidario del Estado de las autonomías desde el principio (quizá desde que leyó La redención de las provincias, escrito por Ortega antes de la guerra civil), Marías seguiría advirtiendo años después sobre los particularismos: «Hay en algunas regiones fracciones considerables y, sobre todo, fuertes grupos políticos aquejados de insolidaridad. No les interesa nada España en su conjunto; no tienen ojos más que para los temas particulares de su región; tienen desdén por la nación, unido a un narcisismo ilimitado y sin crítica de la propia (...). Pero no es esto lo que más me inquieta. En algunos núcleos políticos late la voluntad de desarticular la estructura nacional del Estado... (si bien) ninguna región en conjunto, ninguna posición estimable de su población como tal participa de ella».
Por desgracia, y como todos sabemos, hoy no puede decirse que el comentario anterior -escrito en 1985- haya perdido actualidad. Más bien la ha recobrado. A pesar de reconocer el problema, el propio Marías no dejó de subestimar el problema nacionalista, pues siempre creyó que los auténticos separatistas eran pocos, aun a pesar del ruido y el daño que hacían. Seguramente tampoco se imaginó que la España del siglo XXI podía convertirse en un país donde sus gobernantes confundan pacificadores con criminales, donde cualquier pandilla de energúmenos puedan agredir impunemente los símbolos de la Corona y el Estado o donde los autoridades no se atrevan a hacer ondear la bandera constitucional en los edificios públicos y pongan en duda la conveniencia de aplicar con rotundidad las leyes promulgadas en el Parlamento y sancionadas por la más alta autoridad jurídica. Si el maestro hubiera podido presenciar todo esto tal vez hubiera vuelto a plantearse la misma reflexión que ya se había hecho en 1965, diez años antes de caer la dictadura: «Lo que más me inquieta es que en España todo el mundo se pregunta: ¿qué va a pasar? Casi nadie hace esta otra pregunta: ¿Qué vamos a hacer?».
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