domingo, 8 de diciembre de 2013

Cine de Gestión: "Gravity" o el Mentoring por el espacio. Ignacio García de Leániz

Los avatares de dos astronautas ante un grave accidente espacial dan pie a una película con un complejo sustrato antropológico que, además, es un tratado de ‘mentoring’ y de comunicación interpersonal para aprender a gestionar una crisis.

Hay obras, muy pocas, que marcan un antes y un después en la historia del cine. Y creo que Gravity es una de ellas, en tanto que supone una nueva manera de contar las cosas: situar al espectador en el escenario, en este caso el universo infinito. Y resulta a su vez una estupenda lección sobre cómo gestionar una crisis técnica y humana. El argumento es bien sencillo. Durante un paseo espacial reparando un satélite, dos astronautas sufren un accidente y quedan flotando en el espacio. Una es la doctora Ryan Stone –Sandra Bullock– que está en su primera misión. Su acompañante es el veterano astronauta Matt Kowalsky –George Clooney–. Lo que parecía un proyecto rutinario se convierte en desastre, dejando a Ryan y Matt completamente solos. Pero no están tan solos en los espacios siderales. Y ello porque Kowalsky asume las dos funciones básicas de un proceso de mentoring: transferir los conocimientos funcionales necesarios a la inexperta doctora, y motivarla y alentarla durante la crisis donde ya no valen los procedimientos y seguridades de antes. Kowalsky gestiona así perfectamente las dos esferas de su colaboradora: la aptitud y la actitud, cumpliendo los cuatro pasos del mentoring: orientar, guiar, clarificar y ayudar. Pero hay otro factor sutil que nos explica por qué Clooney, como mentor, llega a ser tan eficaz para la doctora. Y es el modo en que, preguntando, la va escuchando en sus dolores más hondos y barreras invisibles. Esto es, en su yo verdadero que va saliendo a la superficie sideral. Y así gracias a la escucha activa pueden comunicarse fluidamente y trabajar en equipo dos personas a pesar –o tal vez por eso– del silencio del espacio y de los obstáculos que suponen las escafandras y el canal radiofónico. Pocas veces he visto mejor filmadas las tesis ya clásicas de Carl Rogers sobre lo que es el escuchar. Por eso Bullock descubre una gran verdad: ser escuchado es ser reconciliado por ser acogido. Toda la teoría de la confirmación humana de Martin Buber está aquí presente. Por eso necesitamos tanto de la escucha, y más ahora que hay tanto ruido externo e interno lleno de palabrería. Conversaciones interiores Sin embargo, en determinados momentos la doctora Stone queda incomunicada con su mentor, a solas con ella misma. Y siente, como Pascal, que le aterra el silencio eterno de los astros. Y aprende a ponerse en claro consigo misma a través de conversaciones interiores nuevas y distintas, basadas no ya en el abatimiento sino en la necesidad de vivir, esto es, de querer volver a la Tierra. El director nos muestra así su tesis de fondo: el ser humano es homo loquens, ser hablador, y necesita que esa comunicación sea recibida, recogida, comprendida. En otras palabras, el yo requiere de un tú. Y solo entonces la doctora comienza a intuir una callada verdad escondida tras nuestro ruido: que tal vez haya alguien –otro tú– más allá de las estrellas, que además nos deletrea. La película: Gravity Director: Alfonso Cuarón Nacionalidad: Reino Unido, Estados Unidos, 2013 Género: Ciencia Ficción

Odisea del ‘mentoring’ en el espacio,Emprendedores&Empleo, expansion.com

Camus: el fútbol frente al suicidio. In: El Mundo, 7, noviembre, 2013, Ignacio García de Leániz


«No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía». Así de rotundo abría Camus El mito de Sísifo que vería la luz en 1942 junto a El extranjero. Escribía como vivía: sin concesiones a la galería. Por eso para él toda elipsis y escamoteo era una forma de estafa inadmisible. Sin embargo, a pesar de la crudeza de su obra en torno al absurdo, Camus no se suicidó. De ahí que al celebrar hoy los 100 años de su nacimiento, bueno sería mientras contemplamos su foto en escorzo, el pitillo en la boca, las manos en los bolsillos del gabán, las solapas alzadas contra el frío parisino, bueno sería preguntarnos esto: cómo un hombre para quien la vida era absurda evitó quitársela. Camus eligió ser un condenado a muerte a un suicida: justo lo más opuesto.
«Matarse es en cierto sentido, confesar. Confesar que la vida nos supera o que no la entendemos», escribía en plena guerra europea. Pero también para él la vida y el mundo eran algo precisamente inexplicable, donde uno no tiene más opción que sentirse extranjero como un destierro sin remedio pues nos encontramos «privados de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida». Este divorcio entre cada hombre y su vida es el sentimiento de lo absurdo que corona su obra. Y como en Kierkegaard y Dostoievski, para Camus comprobar el absurdo es aceptarlo, sin hacerse trampas. La honestidad no deja otra salida: Camus la tenía a raudales. Un hombre que toma conciencia de lo absurdo queda inexorablemente ligado a él. Por eso su vida -y su obra- fue tan agotadora: vivir en el presente del infierno y del pecado sin Dios, como definía la absurdidad. Por eso Sísifo era su héroe. Le gustaban las causas perdidas ya que no las había victoriosas. Mas con todo, ante la evidencia de lo absurdo que nos hace espeso el mundo, Camus prefirió vivir sin esperanza pero vivir, haciendo suyo aquel tremendo aforismo de Nietzsche que transcribe textualmente: «Lo que importa no es la vida eterna, sino la eterna vivacidad».
¿De dónde aprende tan pronto Camus ese ascetismo del vivir absurdo, sin esperanza alguna pero sí, con esa rebelión que no es sino la seguridad de un destino ciertamente aplastante sin la resignación que debería acompañarla? Séame permitida una hipótesis: surge de la práctica temprana del fútbol, especialmente en el puesto de portero. Y es que Sísifo tiene mucho de guardameta: aquellos que hemos jugado al fútbol sabemos esa gran verdad. El Camus más feliz y más inocente fue aquel que en su mocedad hollaba los verdes campos de césped argelinos, entre los cuatro palos de las porterías blancas. Todo estadio era hogar. Por eso, si hay una declaración de Camus que se ha tomado muy poco en serio, a lo más como una boutade de un joven Nobel, es la siguiente: «Después de muchos años en que el mundo me ha permitido diversas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol; lo que aprendí con el RUA no puede morir». Pero Camus odiaba mentir.
Es el RUA el Racing Universitario de Argel, donde milita como semiprofesional hasta los 17 años recorriendo Argelia como portero. Y muy bueno. Antes, en la categoría de alevines, comienza a jugar en el Mompensier, tras apasionarse por el fútbol en el recreo del colegio. De la época del Mompensier cuenta desde su portería: «Aprendí que el balón nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice recta». No es poca enseñanza vital y antropológica. Como Sísifo sabe el deportista -el guardameta, de manera eminente- que el esfuerzo de hoy no sirve para el partido de mañana que empieza siempre ex novo. Jugar -y parar mayormente- es subir de continuo aquella inmensa piedra que sabemos que volverá a rodar monte abajo. A la parada o estirada de ahora no le da tiempo al descanso deleitoso: el próximo balón ya se aproxima. Parar es levantarse como vivir es defenderse. Si no me puedo reconciliar con el absurdo, el fútbol me enseña que sí me puedo rebelar y hacerle frente. La portería le marcó su altivez.
Y así Camus descubre juvenilmente el gran secreto de su vida y obra: que en sus idas y venidas Sísifo era feliz. Como él lo fue en la deportiva seriedad del absurdo futbolístico, donde disfrutaba como en ninguna otra parte : «Me devoraba la impaciencia del domingo al jueves, día de entrenamiento, y del jueves al domingo, día de partido». Y en el campo de fútbol encuentra bajo los palos eso que el mundo no puede dar: familiaridad y acogida. Bajo la portería me muevo en mis dominios y en ella mando yo junto a mi equipo frente al sinsentido. Un yo ciertamente perecedero que dura los 90 minutos del partido, para volver a imperar en la contienda siguiente bajo las reglas teatrales de ese gran juego colectivo. Como el actor, es también el futbolista -no digamos el portero- un mimo de lo perecedero: no hay en el fútbol -ni en el teatro- atisbo de eternidad sino pura fugacidad vivida.
Y tampoco nostalgia ni esperanza, que serían ciertamente mentirosas: en el fútbol ni se recuerda ni se espera; se juega. He ahí el absurdo en el pleno sentido que encierra la única verdad: la vida como desafío, sabiendo de antemano que uno saldrá derrotado. Como a menudo salía el RUA con la portería perforada. La obra literaria de Camus no es más que eso: el hombre que se sabe absurdo hasta sus últimas consecuencias, con plena conciencia y rebelión. Como el portero que ataja en su portería la trayectoria inexorable de un balón, que tarde o temprano acabará entrando. Por eso también Camus es un autor esencialmente dramático. Y solo le quedará el fútbol y el teatro como ámbitos de la inocencia, tal y como declara: «Los partidos del domingo en un estadio repleto de gente y el teatro, lugares que amé con una pasión sin igual, son los únicos sitios en el mundo en los que me siento inocente». A los 17 años pierde la inocencia. Un bacilo de Koch, tan sinuoso como persistente, le obliga dramáticamente a abandonar la práctica del fútbol que para él fue cátedra moral y humana. Como si a nuestro Sísifo los dioses permutaran el castigo: ahora sin poder ya ir y venir, condenado al dique seco de Prometeo. Con su tuberculosis crónica a cuestas solo le quedará como consuelo vivir el fútbol como fiel espectador de la liga francesa. Y sin embargo, Camus tampoco se rinde: le gustaba plantar cara al destino. Escribir teatro iba a ser en adelante su nueva mole de Sísifo, deportivamente asumida. Y qué teatro. Pero cuando años después con ocasión del Nobel un periodista le preguntó qué hubiese elegido si su salud se lo hubiese permitido, el fútbol o el teatro, Camus respondió sin titubear: «El fútbol, sin duda». Hoy en su centenario comenzamos a entender por qué: lo que aprendió en el RUA ciertamente no podía morir.
Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos en la Universidad de Alcalá de Henares.

Cine de gestión El gran premio de la emulación. Expansión Ignacio García de Leániz

 
El histórico duelo entre Niki Lauda y James Hunt, pilotos míticos de la Fórmula 1 en la década de los setenta, se refleja en ‘Rush’, una película llena de lecciones sobre el talento, la motivación y la competitividad.

No se arrepentirá el espectador de verla, todo lo contrario. Y el que busque en el cine posibles lecciones de management mucho menos: toda la obra es un compendio de gestión del desempeño, de principio a fin. A nuestros efectos, podemos analizarla desde tres epígrafes, que en la trama van indisolublemente unidos, en paralelo, como las biografías de ambos competidores, el austriaco y frío Niki Lauda, frente al británico y apasionado James Hunt. Talento versus pericia Hunt –Chris Hemsworth– encarna la genialidad. Para él, conducir y correr es disfrutar. Siente una alta motivación intrínseca en su desempeño, lo que llamaríamos motivación de logro. Está dispuesto a arriesgar todo, y ello incluye su vida, con tal de ganar una carrera o campeonato. Tal es placer que le produce. Por eso hace maniobras inverosímiles y derrocha su talento por todas las pistas. También, por cierto, en todas las fiestas habidas y por haber. Vivir y correr lo es en grado sumo, es ante todo disfrutar. Por eso Hunt es un auténtico play-boy, lleno de simpatía. No le pidamos preparación, horarios, cuidados, abstenciones. Para él, la Fórmula 1 es ante todo un arte. Y el piloto, un artista que se enfrenta con la muerte viviendo la vida. Lauda –Daniel Brühl– es, desde sus orígenes, todo lo contrario: frío, calculador, reflexivo y meticuloso hasta el perfeccionismo. En suma, un gran profesional. Para él correr es controlar. No solo el coche y sus reglajes. También los umbrales de seguridad. No arriesga más del 20%: ése es el precio que pone a su vida. Matarse en un circuito es un sinsentido, por lo que correr para él es evitar la muerte. Como se ve, Lauda posee en términos psicológicos un elevado locus de control interno. Por eso, ironías del destino, se negó en principio a correr en Nürburgring (Alemania), donde horas después padeció su terrible accidente en agosto de 1976, que toda una generación recuerda vivamente. Y ése es el duelo que parece plantearnos la película. Dos perfiles profesionales en principio opuestos: talentismo frente a tecnicismo. O el arte frente a la pericia. Como sucede a menudo en nuestras organizaciones cuando se nos plantea así el dilema. Pero Ron Howard, el director, nos da una vuelta de tuerca: la realidad humana y gerencial es mucho más compleja y esta tesitura a menudo resulta falsa por mal planteada. Motivación recíproca Porque sucede en estos protagonistas un fenómeno muy curioso: su implacable competencia mutua se funda en el fondo en una emulación recíproca. Hunt admira la autoexigencia y disciplina de Lauda, así como su estabilidad afectiva. Y éste, a su vez, el apasionamiento y riesgo de aquel en pista, y su sociabilidad fuera de ella. Y estas emulaciones van dando lugar a un feedback mutuo que retroalimenta el desempeño y los logros de cada uno de ellos. De manera que Lauda no sería Lauda sin Hunt, ni éste Hunt sin Lauda. Y aparece en ellos un sentimiento que hoy echo a menudo en falta: la admiración profesional por la que gracias al otro cada uno se supera más y más. Hay pues en esta mímica inconsciente una gran sinergia que daría lugar al campeonato más recordado, por fabuloso, de toda la Fórmula 1: el de 1976. Ambos están sin saberlo haciéndose un benchmarking de escuela de negocios cuando todavía no se utilizaba en las prácticas organizacionales. La emulación como terapia Pero esta dinámica tan enriquecedora se extiende incluso fuera de la pista hasta aquella UVI del Hospital de Manheim, en el que Lauda ingresó más muerto que vivo tras el incendio del Ferrari en el GP de Alemania. La cruel rehabilitación, con los injertos por toda su cara, la realiza el piloto austriaco viendo correr a Hunt desde la televisión de su habitación. Como si Hunt y su McLaren lo reclamasen otra vez en la arena; como si uno fuese el alter ego del otro. Son los beneficios inmensos del admirar y emular lo excelente, sacando partido a lo complementario y no aniquilándolo. No se la pierdan que mucha falta nos hace.
 
 La película: 'Rush' Director: Kirsten Sheridan Nacionalidad: Estados Unidos, 2013 Género: Acción, drama

El gran premio de la emulación,Emprendedores&Empleo, expansion.com

martes, 21 de mayo de 2013


La alfabetización de España, de Ignacio García de Leániz Caprile en El Mundo

TRIBUNA: EDUCACIÓN
Decía Ortega que la política en España –la verdadera, se entiende– tenía que ser sobre todo y ante todo pedagogía. Poco antes, Joaquín Costa hacía de la proclama «¡Escuela y despensa!» el quicio fundamental de su proyecto regeneracionista. Y Machado apelaba también a la «reforma de las entendederas» como palanca del cambio que ayer como hoy precisaba nuestro país. Y si damos por cierta la tesis orteguiana no queda más remedio que confesarnos que el fracaso sociopolítico-institucional al que asistimos halla su causa última no tanto en la desvertebración nacional ni en el fallido intento de acceso a los usos de las democracias europeas, siendo cosas bien graves de por sí. Sino que el origen se sitúa en algo previo y elemental: la ausencia de un nivel educativo mínimamente aceptable no sólo en la enseñanza escolar y universitaria sino, consecuentemente, en el ambiente social imperante y por lógica inclusión, en el mismo mundo laboral. Mas para ello hay que desmontar un mito tan insincero como políticamente interesado: el de que nos encontramos ante la mejor generación preparada de la Historia.
Bien al contrario, las dos nuevas generaciones conformadas bajo el paradigma intelectual logsiano –gestado en los 80 desde la esfera universitaria por los nuevos pedagogos del 68 franco-californiano e implantado en los 90 en las enseñanzas inferiores– se distinguen, nos guste o no, por tener algo de bárbaro y un mucho de analfabeto funcional. Hasta el punto de que el propio Muñoz Molina en su prólogo a El destrozo educativo hubo de advertirnos desolado que «la ignorancia no es progresista». Y si no nos percatamos claramente de que ese –el de la ignorancia dominante– y no otro es nuestro verdadero problema y mal, no habrá rectificación de nuestras patologías políticas y económicas ni apuntalamiento de nuestra cada vez más frágil democracia.
Conviene recordar ante la dimensión de esta catástrofe del modelo educativo del último cuarto de siglo, que como afirmaba uno de sus artífices, César Coll, la LOGSE suponía una genuina «ruptura epistemológica» con toda la tradición educativa anterior. Y en efecto, cualquier profesor universitario comprueba en las aulas cara a cara y día a día el alcance de tal quiebra en dos consecuencias letales: 1) la abolición del pasado y por ende de la tradición milenaria occidental y 2) la creencia en la imposibilidad de hallar ciertas verdades en este mundo. Paremos la atención en cada una de ellas.

1. La tradición perdida: no es casualidad que cuando en 1989 Allan Bloom nos alertaba desde la Universidad de Chicago en El cierre de la mente moderna sobre la progresiva evaporación del corpus de la sabiduría occidental, coincidiera su libro con la implantación aquí de un paradigma que haría tabla rasa del pasado en nombre de un presente y futuro esplendorosos que iban a darnos, según su autor Álvaro Marchesi, la mejor educación de nuestra Historia. La renuncia declarada a mirar al pretérito comportaría así un desdén por los saberes inertes (como la Geografía o la Gramática y no digamos la Filosofía y la Historia) en pro de un «aprender a aprender», donde los cómos suplirían a los qués y la metodología a los fines y contenidos. Conocer ya no sería tanto «recibir» cuanto un «construir», en este caso un hombre nuevo según los criterios sesentayochistas enraizados en Marx, Freud y Lévy-Strauss con sus respectivas «teologías sustitutivas» como ha percibido Steiner en uno de los libros más lúcidos de fin de siglo: Nostalgia del absoluto. Pena que para llegar a dicha utopía de la LOGSE se hayan sacrificado ya dos generaciones de estudiantes nuestros en el compás de su presunta venida.

Por la misma razón, la euforia de los ideólogos logsianos presuponía un adanismo por el que el docente y alumno estrenaban el mundo desde una radical novedad: la suya misma. Ahora bien, toda forma de adanismo, Ortega bien lo vio, tiene siempre un mucho de Narciso que en su recreación satisfecha vive de espaldas al esfuerzo y la cultura. Un pensador de izquierdas tan original como Christopher Lasch lo ha descrito agudamente en La cultura del narcisismo, como redactado para nuestros estudiantes y maestros: «Vamos perdiendo rápidamente –escribe Lasch–el sentimiento de la continuidad histórica, el sentimiento de pertenencia a una sucesión de generaciones que hunde sus raíces en el pasado y se proyecta en el futuro. Es la pérdida del sentido histórico, en particular la lenta disolución de cualquier interés serio por la posteridad».
Eso es es lo que nos encontramos, con pavor y compasión, en nuestras aulas un día universitarias: un «eterno presente» en el que los alumnos carentes de una cartografía del mundo, de la vida y del tiempo reciben informaciones inconexas que conforman aquel «montón de imágenes rotas» que Eliot mentaba en La tierra baldía. El legado occidental con su canon de valiosidades, se desagua así en un nuevo torrente de barbarie silenciosa donde el adjetivo mejor queda prohibido. Y no olvidemos que las delicadas democracias se incluyen entre los mejores caudales de nuestra masa hereditaria común.

2. La imposibilidad de la verdad: «Si hay algo de lo que un profesor puede estar absolutamente seguro es de lo siguiente: casi todos los estudiantes que ingresan en la universidad creen, o dicen creer, que la verdad es relativa». Así arranca el libro mencionado de Bloom que lleva un subtítulo bien elocuente: Cómo la educación superior ha fallado a la democracia y ha empobrecido las almas de los estudiantes de hoy. Entre nosotros, esta proposición –«la verdad no existe»– alcanza en el paradigma logsiano la categoría de dogma ya que en su base se encuentra una concepción del conocimiento como construcción social. La presunta verdad se debe, pues, a supuestos políticos, de clase, o económicos y por tanto, de nuevo, el conocer ya no es un «hallar» sino un «construir» o, en nuestro caso más bien, un «deconstruir» estimaciones pasadas. Así, por ejemplo, los particularismos propios de nuestro sistema educativo en el Estado autonómico obedecen a ese predominio en el saber de lo «social inmediato» sobre lo «objetivamente relevante». Y sin embargo este escepticismo de partida y llegada destruye, quiérase o no, cualquier proyecto formativo que nos hable de la estructura real del mundo y de nuestra circunstancia histórica, además del plano moral: si no hay posible hallazgo de lo verdadero tampoco lo puede haber de lo bueno. Y ese es nuestro naufragio colectivo al que ahora, atónitos, asistimos. Vetado así el acceso a las virtudes intelectuales y morales con su correspondiente esfera de valores, la pregunta grave surge al punto: ¿cómo se puede sobrellevar lo que Allport denominaba «la pesada carga de toda democracia» por parte de un cuerpo social carente desde los mismos centros de enseñanza de un conjunto de virtudes que no son hereditarias? Ante todo ello en estas nuestras horas tan graves la primera labor de cualquier proyecto nacional regeneracionista ha de ser pedagógica. Teniendo su banderín de enganche en un lema imperativo que es además, hoy, obra suprema de misericordia: alfabetizar España.

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor del Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá de Henares



miércoles, 8 de mayo de 2013

Apoteosis de la mediocridad


VIDA LABORAL

Beneficios de ser un estúpido en el trabajo.  In:  Expansión 5/5/2103

¿Resulta productiva la estupidez? En una época en la que muchas organizaciones sustituyen la meritocracia por una suerte de mediocrecracia, prospera una fauna de incompetentes aparentemente eficaces pero que en realidad apenas aportan valor a su compañía.
La posibilidad de que los estúpidos puedan llegar a ser eficaces en un entorno laboral no es una quimera. La existencia de mediocres e incompetentes con pátina de eficacia es una realidad en muchas organizaciones. Y hay teorías para todos los gustos sobre ello. La revista Fortune se hacía eco recientemente de una investigación sobre la "estupidez funcional" dirigida por Mats Alvesson, profesor de estudios de la organización en la Lund University de Suecia.
Alvesson habla de "formas de gestión de la estupidez", y de la posibilidad de que incluso ésta pueda llegar a ser productiva.
Ovidio Peñalver, socio director de Isavia, asegura que hay un tipo de estúpidos que pueden ser mantenidos en cualquier organización si en el fondo no se desea que cambie nada en ella: "Su presencia te asegura que nada va a variar. Un profesional con talento puede ser molesto. Genera cambios, pide más, propone ideas... Cuando alguien no es precisamente brillante, lo cierto es que no molesta. No tiene iniciativa, ni buenas ideas. Estos profesionales son buenos mantenedores y en este sentido pueden jugar un papel útil en una organización".
Ignacio García de Leániz, profesor de recursos humanos de la Universidad de Alcalá de Henares, cree que la mediocridad llama a la mediocridad, de tal manera que en gran medida "esta crisis que padecemos es una crisis de la excelencia en la gestión pública y privada, y una apoteosis de lo mediocre, tanto en la empresa como en la política. Estamos asistiendo así al triunfo de la incompetencia, que es siempre el fracaso de toda empresa o sociedad".
Urticaria al cambio
García de Leániz considera que "sería muy interesante estimar el coste de oportunidad que tiene en numerosas empresas españolas esta potenciación y promoción de la mediocridad, que se define por una actitud meramente reactiva y por el sabotaje de cualquier plan de cambio o transformación; un complejo de inferioridad enmascarado por comportamientos a menudo agresivos; la profunda indiferencia, cuando no desprecio, a las mejores prácticas de su entorno y una salida al exterior globalizado; y la demolición de los valores fundamentales que hicieron aquella empresa o institución pública digna de estima".
Para Julio Moreno, socio de Korn Ferry, hacer carrera desde la estupidez, es posible. Moreno se refiere a casos como el Mr. Chance interpretado por Peter Sellers: "Son posibles en política, pero mucho más infrecuentes en la empresa actual. Algunas profesiones liberales si son nichos para estos perfiles, incluso los atraen. Algunos de ellos prosperan, y hasta llegan a forjar empresas de lo que antes era un negocio, pero generalmente sufren 'crisis de crecimiento' cuando la empresa alcanza una masa crítica, y terminan desapareciendo, o con suerte, vendiendo el negocio. Pero es bastante frecuente ver en las organizaciones, a pesar de ser grandes y profesionalizadas, ese tipo de estúpidos".
Moreno recuerda la teoría que Carlo María Cipolla defiende en su obra Alegro ma non troppo Tratado de la estupidez humana acerca de que ésta es todo lo contrario de la inteligencia, y que la inteligencia es tomar decisiones que son buenas para nosotros y también para los demás. Es decir, que suman al conjunto.
Pelotas
Ovidio Peñalver señala que todo esto tiene que ver asimismo con confundir la fidelidad con la competencia: "Promocionas a aquel del que te fías, aunque no sea el más capaz. Muchos jefes se rodean de mediocres porque esa es su única forma de brillar. Así, los pelotas –que son otra clase de estúpidos laborales– promocionan si dan con un mando que los necesita. El que es gris, tiene así un recorrido en esa organización con ese jefe". En este sentido Ignacio García de Leániz recuerda que hay en el profesional mediocre un mecanismo de resentimiento contra los colegas o colaboradores que tengan mayor talento y competencias profesionales, que les lleva a rodearse en la formación de sus equipos y en las promociones de perfiles grises que no destaquen por encima de él; y a impedir la promoción del talento y la competencia.
Y Jorge Cagigas, socio de Epicteles, cree que la estupidez no es verdaderamente rentable: "El estúpido puede ser más bien una estrella fugaz. Hay organizaciones que cuentan con tontos útiles. Eligen a alguien débil a quien más tarde destrozarán. Debe ser alguien que no dé problemas; con pocas capacidades y que no cuestione a quien manda. Un pelota es un magnífico tonto útil, pero hay muy pocas posibilidades de que un pelota pueda dirigir algo. Cuando dejan de ser necesarios son aniquilados por el sistema".

Monólogo muy actual de Tío Vania: para tiempos de crisis


Pocos finales hay en la historia del teatro tan grandiosos como el monólogo último de Sonia en Tío Vania de Chéjov. Y pocas obras más actuales como ella para entender las esperanzas y desasosiegos del hombre -y mujer- contemporáneos, que Chéjov adelantó con precisión científica como médico que era.  La gran crisis que asola a  sus personajes todos es precisamente nuestra crisis. Y sin embargo hay en la penumbra esperanza.

Aquí dejo el texto final   para su meditación, deleite  y  alivio:

  SONIA. -¡Qué se le va a hacer!... ¡Hay que vivir! (Pausa.) ¡Viviremos, tío Vania!... ¡Pasaremos
por una hilera de largos, largos días..., de largos anocheceres..., soportando pacientemente las
pruebas que el destino nos envíe!... ¡Trabajaremos para los demás, lo mismo ahora que en la vejez,
sin saber de descanso!... ¡Cuando llegue nuestra hora, moriremos sumisos, y allí, al otro lado de la
tumba, diremos que hemos sufrido, que hemos llorado, que hemos padecido amargura!... ¡Dios se
apiadará de nosotros, y entonces, tío..., querido tío..., conoceremos una vida maravillosa..., clara...,
fina!... ¡La alegría vendrá a nosotros y, con una sonrisa, volviendo con emoción la vista a nuestras
desdichas presentes..., descansaremos!... ¡Tengo fe, tío!... ¡Creo apasionadamente!
¡Ardientemente!...¡Descansaremos! ¡Descansaremos!...
¡Oiremos a los ángeles, contemplaremos un cielo cuajado de diamantes y veremos cómo, bajo él, toda la maldadterrestre, todos nuestros sufrimientos, se ahogan en una misericordia que llenará el Universo!... ¡y nuestra vida será quieta, tierna, dulce como una caricia!... ¡Tengo fe!... ¡Tengo fe!...
l¡Pobre!... ¡Pobre!... ¡Pobre tío Vania!... ¡Estás llorando!  ¡Tu vida no
conoció la alegría..., pero espera, tío Vania, espera!... ¡Descansaremos! (Abrazándole.)


jueves, 28 de febrero de 2013

No dejen de verla ("Lincoln)



"No dejen de verla" -Ignacio García de Leániz-El Mundo-22-02-13

Me refiero a Lincoln,   y es que  hay determinadas películas que si se ignoran   queda uno como amputado  humana y espiritualmente. Y  esta es una de ellas siendo  un tratado político de altos vuelos que deja muchas cosas en franca evidencia. Y más en estos tiempos crepusculares que preludian un fin de Régimen, como ha pronosticado  Sebastian Schoepp en su reciente columna del Süddeutsche Zeitung dedicada  a nosotros (“Spanien: Diktatur der Korruption”, 24/01/13)  Por eso mismo  no creo que nuestras élites políticas acudan a verla ya que nadie gusta de  reflejarse  como Dorian Gray en el  espejo de su decrepitud.  No en vano Lincoln definió  la genuina  democracia  como "el gobierno de la gente, por la gente, y para la gente."   Y de eso habla la película.  Señal de más para  que nosotros, frustrados citoyens  -gente irritada en suma-   vayamos a verla. Y es que ya a solo nos queda llevar la contraria para ver si caen de una vez  los muros  de nuestra Jericó política.

Antes de adentrarnos en la obra, un breve inciso: me parece que Lincoln cierra con Argo y La noche más oscura una trilogía política nada casual  realizada por  Hollywood  en 2012,   repleta de simbolismo  geopolítico e histórico.    Así,   los dos últimos títulos   nos anuncian  el  definitivo adiós americano al mundo islámico  y el cierre del  duelo, tremendo,  del 11-S.  La sustitución del petróleo por la nueva fuente de energía que Estados Unidos ya explota en su seno- el gas del esquisto- posibilita  esta desconexión más que  estratégica.  Adiós  y vuelta a casa que queda plasmado en el Jumbo  que despega de Teherán- Argo- y en el abatimiento de Bin Laden con que se  cierra La noche más oscura. Las sombra fordianas de Centauros del desierto y  de El hombre que mató a Liberty Valance están ahí en el trasfondo de ambas. Vivir, decía sabiamente   Azorín, es ver volver.  

 Y  es justo  en este retorno de Estados Unidos  a un  hogar  ya energéticamente autosuficiente,  donde  Lincoln nos indica un  camino a seguir desde la  memoria colectiva americana   para no caer en los peligros del  ensimismamiento ni en  la división interna que ensombrece   hoy como ayer    el futuro estadounidense.  Además de rehabilitar el sentido profundo de la actividad pública en una democracia real.   Porque, y esa es la tesis del film,  la política para  Abraham Lincoln tiene dos quicios fundamentales: la consideración del Otro (en este caso la negritud) y  la Unidad como fundamento del bien común (en este caso la Unión frente a la Confederación). Tal  es el “New Deal” que  el decimosexto presidente   ofrece  a la joven  democracia americana en los  años de la Guerra de Secesión,  separada de Norte a Sur y del  Partido Republicano al Demócrata por la esclavitud.  

 El poder político tiene, pues,  por decirlo en términos de Aristóteles  un fin que lo trasciende.  Y un fin que es de naturaleza ética: el “bien común”, cuya noción hace mucho que hemos perdido en nuestro país.  Ética y política están, así  profundamente entreveradas.  En este sentido, sólo en éste que no es poco, la película es como su protagonista profundamente aristotélica.

Por eso el espectador asiste a una sucesión de problemas morales formidables a los que Lincoln ha de enfrentarse en el ejercicio de su  poder  presidencial acrecentado por las prerrogativas del  estado de guerra.  Y enfrentarse a tales tesituras  es ya de entrada aceptar el hecho moral. No piense el lector que  el problema sea solo  el de la esclavitud.  También los medios para que prospere la Decimotercera Enmienda.  Sin olvidar la conveniencia moral (o no)  de retrasar  la rendición sudista.   O el problema apenas insinuado de cómo tratar  la locura de su mujer y la desdicha matrimonial. O aquel otro de enviar a su hijo primogénito  al frente.  O si indultar  de la horca a un joven desertor de dieciséis años. Por no mentar la aparente  minucia de que el mantenimiento de una desvencijada Casa Blanca sufra la  inquisición presupuestaria de la Cámara de Representantes.  Quién lo diría hoy a la vista de  nuestras contabilidades.

Gobernar no es para Lincoln, a diferencia de nuestra gobernanza, una gestión de placeres. Ni mucho menos. Más bien lo contrario: es ir de incomodad a incomodidad moral, precisamente porque uno pretende fines moralmente relevantes.  Gobernar es, como le parecía a Carlos V, desazonarse. Frente al principio del placer  tan extendido entre nosotros,  vemos en la pantalla una ascética personal contraria a la erótica general  imperante. Pero ese esfuerzo virtuoso  de la voluntad política resulta profundamente agotador.  . Hacia el final de la película, el general Grant espeta a su Presidente: “En un año veo que ha envejecido como diez ¨. Y éste asiente  con voz premonitoria: “Siento ya  mucha fatiga en mis huesos”.   Adviértase para entender algunas  cosas nuestras que mientas   Lincoln ejercía un  liderazgo tal,  teníamos nosotros  a este lado del Atlántico a una figura como Isabel II.  

 Pero si  Lincoln resulta aristotélica en sus fines,   al mismo tiempo encarna  la Modernidad  en tanto que  la acción  política  es incoadora de  nuevos universos. Para nuestro estadista gobernar es  a su vez transformar y por lo  tanto el gobernante un fabricator mundi  generador de escenarios  nuevos como  lo es  aquella  América abolicionista en la que ya es posible un convivere civile antes impensable.   De esta manera Lincoln se adelanta  a la  profunda intuición del personaje  de  Robert Musil, muy siglo XX: “"Si existe el sentido de la realidad, debe existir también el sentido de la posibilidad.” Y habrá entonces  que conceder   en la política tanta importancia a  lo que es como a lo que no es, pero puede llegar a ser.  Y aquí entra en juego la facultad kantiana de la imaginación, de la que la película es perfecto ejemplo.    De ahí que podamos describir como “clasicismo ilustrado” la síntesis genial de la persona y  obra de nuestro protagonista.    

Un último apunte. Hay países que tienen vocación por lo más noble que  se ha  dado en  ellos.  Son, como la patria  de Lincoln, países que aspiran a la luz en medio de sus contradicciones  Y otros, el nuestro a la cabeza,  que  mantienen  una extraña querencia  por lo más sórdido e incivil de sus aconteceres  como si fueran   solo tierras de penumbra,  que no  lo son. Y de ahí proviene  tal vez  la  extraña melancolía que en España nos produce esta película: haber tenido personajes históricos de la benevolencia del estadista americano pero  que   yacen  en el sepulcro del silencio resentido.  Así nos va


 He now belongs to the ages”:Ya pertenece a la eternidad”. Con estas   palabras  el Secretario de Guerra Statson  certificó  la  muerte  del Presidente al amanecer  del 15 de abril de 1865. Ello supone  que  nosotros, hombres postreros de otro tiempo y lugar, podemos apropiarnos sin cargo alguno  de su enorme  figura No creo que sea  mal patronazgo   para   propiciar entre  nosotros   “el gobierno de la gente, por la gente, y para la gente."   Nótese que hablaba de gente, no de gentuza. Y para emprender  un   proyecto  así de  sugestivo como perentorio, un  consejo:   no dejen de verla.